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TIZAS
DE COLORES
Producción
de Arte y Cultura *
1°
de febrero del 2018
Selección
de los episodios iniciales de Tizas de colores
IMPRESIONES DE LA ESCUELA
CANTINAS ESCOLARES
La
puntualidad no es, precisamente, la característica
criolla. A las maestras corresponde crear ese hábito
en la generación nueva. Por eso en el reglamento interno
de cada escuela ocupa un lugar primordial el asunto “puntualidad”,
y se ha establecido que, pasados cinco minutos de tolerancia
después del toque de campana para entrar a clase, todo
alumno que llegue será considerado como “tarde”
y anotado en un cuaderno especial. Dos veces puede disculparse
su falta. La tercera ya no es posible y se castiga dejándolo
“después de clase” en penitencia.
¡Después de clase! ¡Quedarse en la dirección.
donde lo ven todas las maestras! Y quedarse mientras los demás
chicos se van corriendo, jugando, charlando!
LA
MENTIRA SALVADORA
A
mí me hacen mucha gracia los pretextos, las excusas,
las mentiras que inventan para salvarse del castigo.
Algunos quieren mentir como grandes, pero ellos ignoran que
yo también mentí cuando chica, con sus mismas
palabras, con sus mismos gestos, con su misma seguridad.
Cuando el recurso de “en el reloj de mi casa eran las
siete”, o el de “mi mamá se levantó
tarde”, ya no surte efecto. Entonces. Todos, sin excepción,
recurren al “mandado” a la farmacia.
¡Cómo no me van conmover a mi con el cuento del
hermanito enfermo!
—Tuve que ir a la farmacia.
— ¿A comprar qué?
(La réplica no tarda:)
—A comprar aceite de castor para mi hermanito…
(Otras veces es manzanilla…)
—¿Qué tiene su hermanito?
—Dolor de “barriga”.
—Míreme, míreme bien.
(Los obligó a alzar sus ojos hasta los míos.
Pobrecitos chicos de mi corazón: no se necesita ser
adivina ni gran psicóloga para saber cuándo
mienten. La inocencia tiene la mirada tan clara, tan pura,
que la mis insignificante sombra la empaña).
—Vamos a ver —le digo— ¿Por qué
me engaña? Usted no fué a la farmacia. Usted
vino despacito, y se puso a jugar en el potrero…
Al final siempre los perdono.
(¿Hay un placer más grande que perdonar a las
criaturas? Es una dicha sentirse dueña absoluta de
esos chicos, poder hacer de ellos los seres más desgraciados
de la tierra —¡quitarles el recreo, dejados después
de hora!— y perdonados con un “gesto magnánimo
y noble”, que ya se quisieran para sí los reyes
perdonando la vida a uno de sus súbditos. Tanto me
gusta perdonarlos. que, a veces, me horroriza la idea de que
todos pudieran portarse bien y llegara un día de clase
sin tener que perdonar a nadie. Decididamente, es bueno que
estos chicos me hagan, de cuando en cuando, alguna diablura…
).
LOS DOS HERMANOS
Sin
embargo hay días que me propongo ser inflexible, y
escarmentar así a los impuntuales.
—Hoy no me van a conmover con el cuento del hermanito
enfermo, ni del papá, ni de la mamá, ¿Me
oyen? Se quedan dormís de clase, y no un momento: se
quedarán hasta las dos de la tarde.
Y no les permito que se defiendan ni que insinúen siquiera
tina excusa, porque yo conozco bien este “elemento”,
y sé que si los dejo hablar, con el cuento de los enfermos
me convencen.
Por eso están después de hora, hoy, llorando
con todo desconsuelo, estos dos hermanos: la chica de segundo
grado y el varón de primero.
¡NO ES PARA TANTO!
—Bueno,
basta de llantos. ¡No es para tanto!
Y para que no lloren y para escarmentarlos, les endilgo un
soberano discurso:
—¡Muy bonito quedarse después de hora!
La mamá estará esperándolos en la puerta,
mirando con miedo de que les haya pasado algo. A lo mejor
les habrá hecho una rica comida: bifes con papas fritas
y huevos…
(El varoncito ha dejado de llorar, y mira a su hermana.) Yo
prosigo:
— Así van a tener que ir cuando esté la
comida fría.
Y agrego con un tono despreocupado:
—Y bueno… total… han tomado la leche esta
mañana…
(Ahora es la chica quien mira con sus ojos llorosos.)
—¿No es así?— insisto.
—Es que no tomamos leche.
(¿Cual de los dos lo dijo? Yo he oído eso y
todo mi discurso se ha venido abajo.)
— ¿Por qué no tornaron la leche hoy? —pregunto
severamente, como para deshacer con mi tono frío una
posible mentira…
—Porque la leche la toma mi papá cuando va al
trabajo.
—¿Y ustedes? ¿Y su mamá?
—Nosotros comamos un mate, y mamá también,
antes de ir a la fábrica.
—¿Va a la fábrica?
—Sí; y ella no viene a casa a comer porque le
queda muy lejos. La llave se la deja a la vecina para cuando
nosotros volvemos.
—¿Y quién les hace la comida a ustedes?
—Comernos en la Cantina Escolar, y si tardamos no habrá
sopa… Y rompe de nuevo a llorar la chica.
—Así que…
Empiezo, pero ¿qué voy a decir? Yo en estos
casos no sé decir nada, nada. Me olvido de la penitencia,
me olvido que peligra mi “autoridad” si contrarío
la orden dada: “se quedaran hasta las dos”. Me
olvido del reglamento, de la puntualidad, del deber…
Todo se esfuma: frente a mi corazón hay dos chicos
que por todo desayuno —¿Quién dice que
las criaturas deben tomar leche, pan y manteca, miel, frutas,
harinas, vegetales?— han tomado un mate, y que ahora
van a comer a la Cantina Escolar.
¡VAMOS!
—Bueno, pueden irse por hoy. Vamos, yo también
voy a ir a la Cantina.
Y nos vamos los tres, yo en el medio de ellos, tomándolos
de la mano al cruzar las calles. Cuatro, cinco cuadras.
Ellos se han olvidado de la penitencia, del hambre, del llanto.
Se ríen y juegan.
Yo voy ensombrecida.
LA CANTINA ESCOLAR
Al
frente, en sus ventanas, esta inscripción:
“Aquí se da de comer gratuitamente a toda madre
que cría, y a los escolares comida y el vaso de leche”.
Entro. Mesas, bancos, un montón de niños con
el blanco guardapolvo salvador. Otros más pequeños.
Y mujeres también, muchas mujeres con niñitos
de pecho en las brazos.
Comen, todos comen con deleite el gran plato de sopa que les
dan. Unos, los más audaces, tienden eI plato vacío
a la señorita que les sirve:
—¿Puede darme más?
Cuando el plato vuelve lleno nuevamente, brillan los ojos
de alegría.
Trato de no ser vista, pero me descubren.
—¡La señorita! ¡La señorita!
¡Cuántos alumnos de mi escuela! Veinte, treinta,
más quizá.
Los más chicos me sonríen y me llaman. Los mayores
—hay de tercero y cuarto grado— se avergüenzan
de su pobreza, de que los vean comer una sopa que no es ellos,
sino de los otros, de los que tienen mucho y se la dan!
Y a mi me sube el calor al rostro, de vergüenza también
y de indignación.
—He venido a ver cómo se portan —explico,
por decir algo. Y me quedo mirándolos un minuto más.
El “sandwich” de pan y queso o dulce que les dan
de postre es cuidadosamente guardado por algunos. ¿Para
saborearlo luego? ¿Para llevárselo a algún
hermanito?
¿CUÁL DE ELLOS SERÁ EL ELEGIDO?
Si, la Cantina Escolar cumple su cometido, satisface el apetito
de estos niños y de estas madres que crían.
Pero ¿eso puede dejarnos tranquilos? Esa limosna de
comida ¿no es más dolorosa y denigrante para
nosotros que la damos que para quienes la reciben? ¿No
sería lo justo que todos tuvieran comida en su casa?
Al salir los miro por última vez, inclinados ávidamente
sobre el humilde plato de sopa. Siento amargor en los labios,
y lo que es peor, amargura en el corazón.
Y para no irme con esta angustia, hago surgir del fondo de
mi pesimismo una idea optimista, radiante, llena de luz:
¿Cuál de estos chicos será el elegido?
¿Cuál de ellos será un gran artista o
el inspirado poeta, el austero sabio, el mejor ciudadano?
¿No saldrá de aquí el orientador, el
que encienda la antorcha de la libertad y la justicia para
todos los oprimidos?
Casi siempre surgió de la pobreza, de estas cabezas
inclinadas sobre un plato de sopa humilde, el elegido…
¿Cuál de ellos será?
—¡Hasta mañana, señorita! —oigo
que gritan aún.
—¿Sí, hasta mañana, chicos! ¡Hasta
mañana!
¡USTED NO CANTA!
Esta
señorita que enseña canto en una escuela primaria
sabrá mucha música, tocará muy bien el
piano, tendrá un educadísimo oído musical,
un extraordinario gusto artístico, una refinada sensibilidad,
pero no tiene alma de maestra e ignora en absoluto la delicada
psicología infantil.
Y yo sé por qué lo digo: está enseñando
un canto a los niños de segundo grado. Una canción
bonita, sencilla y emotiva.
Todos la han aprendido y a los chicos les gusta cantar. Pero
hay un varoncito vivaracho y simpático que tiene voz
gruesa. No desentona, apenas si se nota en el conjunto su
voz de futuro bajo.
A la señorita que enseña canto le horroriza
esa voz. Ella con su exquisito oído musical, con su
refinamiento artístico, ¿cómo podría
permitir ese crimen de leso buen gusto?
Y ordena secamente:
—¡Usted, no canta!
Y como el chico la mira extrañado, preguntándose
a sí mismo qué falta habrá cometido,
qué error pudo deslizarse en su comportamiento, la
señorita explica:
—Ud. no canta; tiene la voz muy gruesa.
¡Extraña manera de enseñar canto! Ridícula
orden que revela de cuerpo entero, la falta de comprensión
de la señorita.
Precisamente ése, el que más mal canta ha de
ser el que más necesita practicar.
No se trata aquí, en las escuelas, de presentar coros
artísticos intachables: se trata simplemente de desarrollar
el gusto de los alumnos.
¡Sabe la señorita el mal que le hizo a este niño
con su orden estúpida y antipedagógica?
El chico quedó mortificado, empequeñecido ante
los demás. A él le gustaba cantar. Los días
de canto, regresaba a su casa y con toda alegría hacía
oír a su mamita la canción aprendida.
Ahora ya no cantará más, tiene… fea voz.
Sus compañeros, cuando oyeron la orden lo miraron burlones.
Las chicas —¡esas chicas que están siempre
dispuestas a reírse de los varones!— lo miraron
también…
Y mientras los demás niños reanudaron el canto,
él permaneció ahí silencioso, avergonzado,
dolorido.
Esta señorita ha hecho hoy un grave mal. Ella no se
lo imagina porque no tiene alma de maestra, porque no sabe
ver a través de los ojos de los chicos.
Será, lo repito, una gran música, todo lo inteligente
que se quiera, pero para andar entre los chicos no se necesita
sabiduría sino tacto. En la escuela no precisamos técnicos
sino corazones.
Un chico es una cosa demasiado delicada para que pueda manipularse
sin cuidado.
LA ALEGRÍA DEL OFICIO
Y
usted ¿qué va a ser cuando sea grande?
Hice esta pregunta en un tercer grado de cuarenta niños.
Unos, los más, me respondían con un “no
sé” vacilante, tímido, que me caía
en el corazón duramente.
(¡malo! ¡malo! —pensaba yo—. Estos
chicos indiferentes, no tienen vocación ninguna, no
tienen entusiasmo. Serán cualquier cosa, lo primero
que salga. Seguramente estos niños vienen de un hogar
donde el trabajo —por mal remunerado, por excesivo—
se considera una maldición).
Otros contestaban:
—Seré mecánico…
—Seré maestra.
(Es probable que cambien de vocación. Yo, cuando chica
decía con todo aplomo que sería escultora. Apenas
sabía escribir, y debajo de mi nombre añadí:
“Escultora”. Lo ponía asi, como un título,
y anhelaba ardientemente llegar a esculpir. La vida luego
me señaló otro camino, y aquella criatura que
soñaba hacer grandes esculturas, no sabe moldear la
más sencilla fruta.)
Al fin conseguí la respuesta deseada. Un niño
me respondió, brillándole los ojitos vivaces:
—¡Carpintero, como mi papá!
¡Carpintero, como mi papá!
He aquí que este chico siente la alegría del
oficio paterno, porque seguramente su padre será de
los bienaventurados que trabajan con cariño.
He aquí la respuesta que yo quería, porque me
revela que el padre de esa criatura es un hombre honesto,
que ama su trabajo y pone en él lo mejor de sí
mismo hasta contagiar al hijo, ennobleciendo así, aún
más, la fecunda obra que surge de sus manos creadoras…
Y si eso se requiere hasta para los más sencillos trabajos
manuales, ¿cómo no será necesaria para
el maestro la alegría de su oficio?
Una maestra sin vocación, es el espectáculo
más triste que pueda concebirse. Concurre por obligación
a la escuela y llega a odiar a los niños que se le
confían para su educación.
No siente la alegría de su trabajo, que es pesado,
sí, pero fecundo en goces espirituales.
Envejece y enferma odiando todo lo que debe hacer día
a día, y su desagrado se refleja en la más pequeña
de sus acciones. Y lo notable es que ese maestro, amparándose
en el apostolado que del oficio hicieron sus antecesores en
tiempos en que ser maestro era símbolo de inteligencia
y modelo de integridad, quiere conservar los mismos derechos
que aquellos.
Quiere tener el derecho al respeto, a la consideración
de las gentes, al cariño de sus alumnos, a la satisfacción
del descanso, pero olvida que esos derechos deben ser comprados
—como todos los derechos— a precio de oro con
deberes: el deber de la asiduidad, de la modestia en el vestir,
del sacrificio en el placer, de la ternura y la comprensión
en todos sus actos.
¿De qué derechos pueden hablar algunas maestras
hoy, si son las primeras en pisotear su dignidad para obtener
un empleo, si no vacilan en denigrarse para ascender, si,
una vez en posesión del puesto, tratan de aprender,
antes que el divino arte de enseñar, la manera más
cómoda de “pasarla bien”, engañando
a esos treinta niños que llegaron a ellas ávidos
de encontrar maestras y no enseñadoras a sueldos?
Antes, al hablar de una maestra, se hacía con respeto.
Se rodeaba de cierta aureola de virtud, se cercaba con un
poco de cariño su figura, se descubrían las
almas a su paso porque ella lo merecía. Ahora el almacenero
de la esquina se permite sonreír despectivamente al
paso de alguna maestra, porque sabe cómo ha obtenido
su puesto, y, hace chistes de “la gran vida” que
se pasa la maestrita eternamente en vacaciones y recreo.
A tal punto ha llegado la degradación moral de la escuela,
que ni se disimulan los favores. La política se ha
enseñoreado en tal forma que, a su sombra, se cometen
impunemente atropellos y ruindades.
Las maestras mismas son victimas de este estado de relajación;
pero ¿quién, sino ellas, tienen la culpa?
La escuela debió ser torre de marfil cerrada a todos
los malos vientos de la calle; pero si las mismas maestras,
en su ambición, abrieron la ventana para asomarse al
exterior y mezclarse a él, es lógico que el
polvo de la calle haya penetrado a montones, enturbiando el
aire e infectando el ambiente.
Las maestras que no aman su oficio más que en virtud
del sueldo que obtienen, maestras sin vocación, son
un peligro para la sociedad. Son criminales que matan los
espíritus infantiles en flor.
Ellas cierran, en la sordidez y la avaricia con que dan los
conocimientos, toda expansión a la mente de las criaturas
ávidas de saber. Son maestras mecánicas que
cumplen con su horario por temor o estímulo del superior,
pero nunca por satisfacción propia.
Crimen de lesa niñez. Y las hay a montones. Y no vacilan
en tomar a su cargo cuarenta niños hasta que la hora
de la jubilación —de la liberación para
ellas!— señale el fin de la labor nefanda.
Maestras que se avergüenzan de su profesión, ignorando
que enseñar con amor es la más noble de las
profesiones.
Y así, sin sentir la alegria del oficio, son fatalmente
maestras sin personalidad.
LA PERSONALIDAD DEL MAESTRO
De
la falta de vocación surge la ausencia de personalidad.
Iguala entre sí las maestras, mecánica su enseñanza,
tendientes siempre a nivelar el paso, a nivelar las actitudes,
y los corazones. Me remito a los niños para deducir.
—¿Con qué maestra estuvo el año
pasado?
—Con… con… No me acuerdo la señorita.
_¿y en segundo grado?
_ …
_ ¿ Y en primero?
_¡…!
¡Horror! Antes, cuando las maestras no tenían
vergüenza de serlo, los chicos se acordaban de su maestrita
de primero, de la señorita de segundo…
Da pena pensar, que de seguir así, un día llegará
en que las maestras puedan reemplazarse por un muñeco
mecánico con discos seriados y una máquina de
proyecciones.
Oprimiéndole un botón, ese muñeco explicaría
el descubrimiento de América, la orografía de
Buenos Aires, las partes de la planta, y en realidad, los
niños saldrán ganando, porque algunas maestras
son simples enseñadoras a sueldo, sin personalidad,
sin conciencia de su misión.
Luis de Zolueta define la personalidad, sencilla y admirablemente,
en este párrafo que no me resisto a transcribir:
“¡En qué consiste una personalidad completa
y elevada? No es ningún secreto: entendimiento claro,
abierto a todos los vientos del espíritu, a todas las
corrientes del pensamiento; sentido estético, moral
profunda; amor y simpatía hacia todos los hombres;
tolerancia, que es la virtud de nuestro tiempo. También
necesita el maestro espíritu de ciudadano. No formará
ciudadanos quien no lo sea, quien no se interese por los grandes
problemas nacionales y sociales, quien no tenga sensibilidad
para percibir la vibración de las ideas en el ambiente
contemporáneo. Y luego religiosidad, sí, religiosidad,
confianza en que el triunfo definitivo es del bien, en que
los hombres y los pueblos no se sacrifican en provecho de
la nada, ni se pierden en el vado; fe en que el último
de nuestros actos, como nazca de una buena intención,
tiene un valor universal y un sentido eterno”.
He aquí descripta la personalidad de una manera sintética,
y coronando ello, la palabra de Herder, en una conferencia
sobre “De la gracia en la escuela”, pronunciada
en 1765, y que dice:
“¿La gracia? Llámenla ustedes encanto,
decoro, hermosura, donaire, simpatía, agrado, amabilidad;
todo esto son partes, grados, caracteres de la gracia, sin
que ninguno de ellos por separado agote plenamente su concepto.
Lo que los griegos designaron con el nombre de Venus, lo que
el maestro de belleza —Platón— descubrió
como la seducción de las ciencias y el incentivo de
la virtud; la bella naturaleza que llevan en sí los
verdaderos sabios y los buenos; esa diosa incomparable quiero
yo ahora mostrarla bajo las formas humanas de un maestro y
su discípulo, introduciéndola en la escuela,
en el lugar en que los muchachos, todos en la edad de la gracia,
esperan recibir su educación. La escuela no es ya escuela:
es un jardín encantador. El maestro marcha con el rostro
alegre, entre sus amigos que le confían el alma. Se
vuelve con ellos muchacho, y les enseña las ciencias
del modo que cuando niño hubiera querido aprenderlas.
Es su camarada, trabaja con ellos y los inflama con su entusiasmo,
lo mismo que un carbón ardiente enciende a los demás.
La escuela es lo que fue para los romanos; “ladus”
pasatiempo; lo que para los griegos: “gymnasium”,
lugar de ejercicios, donde los niños, puros como la
aurora y lozanos como las Gracias, se animan mutuamente y
se desarrollan y resplandecen como flores”.
Pero para no —terminemos el pensamiento de Zulueta y
Herder —deben las maestras sentir la alegría
del oficio, adquirir una cultura general digna de un estudios,
renovarse día a día y marchar a la vanguardia
de los ideales humanos, atento el corazón al más
pequeño dolor de los hombres para comprenderlo, para
perdonarlo, y si es posible, para mitigarlo.
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HERMINIA
BRUMANA
BREVE
BIOGRAFÍA
UNA
MUJER DESCOLLANTE

Por Elena Luz González Bazán especial para Arte
y Cultura
31
de enero del 2018 *
Esta
anarquista llamada Herminia C. Brumana nació el 12 de
septiembre de 1901, en Pigüé, en el sur de la provincia
de Buenos Aires, apenas cuando despuntaba el siglo, eso nos
retrotrae a una realidad social y cultural donde la mujer no
tenía un lugar destacado. La vida de Herminia, retratada
por otras mujeres, nos acerca a una mujer de características
descollantes, casi ignorada como escritora. Muere el 9 de enero
de 1954 en la Capital Federal, tenía 52 años,
el cáncer la había consumido.
Era docente y escritora, eso implicaba un desafío, una
mujer de carácter y decisión, para la época
en que se vivía, no estaba en el esquema determinado
para la mujer de la casa, los hijos y el marido; los quehaceres
domésticos y las tertulias con otras señoras de
su condición social. Sin embargo, esto no la invalidó
para ser esposa y madre.
Se puede señalar que fue contestataria, luchó
contra las discriminaciones, sobre todo hacia las mujeres, las
niñas y los niños. En sus temáticas estuvieron
presentes los problemas de la trata de blancas, el alcoholismo,
la esclavitud, la guerra, la maternidad, los derechos y responsabilidades
civiles y políticas, la educación, el matrimonio
y el divorcio, algo impensado en aquellos años. Fue una
luchadora incansable afirma Lea Fletcher: ¨Como las mujeres
socialistas, Brumana quería cambiar el sistema societal,
pero a diferencia de ellas, no creía en el sistema parlamentario
como tampoco en el voto –ni femenino ni masculino¨.
Esto la lleva a aproximarse a las ideas anarquistas, pensó
como ellas, y reflexionó que la única forma de
cambiar la sociedad era por la liberación de la mujer.
No creyó en el sistema parlamentario, ni en el voto.
Para cambiar la sociedad había que modificar todas sus
estructuras, lograr una sociedad más justa, implicaba
desterrar las in-justicias.
Fue una mujer de clase media, no se involucró en los
temas del movimiento obrero, como si fue el tema de las anarquistas.
Entre las publicaciones se encuentra el libro escolar Palabritas
y las cartas a las mujeres argentinas recopiladas en forma de
libro, pasando por los ensayos sobre temas tan diversos como
Martín Fierro y las calles de Buenos Aires. Además
tiene libros de cuentos y su novela inédita demuestra
que Herminia Brumana era una mujer apasionada. Se dedicó
con ardor y verdadera vocación a luchar contra todo tipo
de discriminaciones.
FUENTE: Mujer, Sociedad y Política – julio 2007
– Edición La Rosa Blindada.
*
Primera versión del 8 de enero del 2010. Actualizado
el 10 de enero del 2017 y nuevamente actualizada.
*
Selección de textos trabajados en el taller de Literatura
2017 - Centro Cultural Osvaldo Pugliese.
Caracteres:
21.256
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